Notebook

"The nourishing fruit of the historically understood contains time as a precious but tasteless seed." (Walter Benjamin)

Dec 27, 2004

 
Alirio Díaz divisa el humo de su aldea nativa



Luis Alberto Crespo


El Nacional
27 Diciembre 2004



“El pueblo de la infancia es un aliado disminuido”, asevera el poeta René Char; pero no siempre la sentencia del gran poeta de la aromada flor de lavanda y la mansa luz del sur de Francia goza de total certeza.

La infancia suele profesar por nosotros larga y fervorosa fidelidad y observa la obediencia que demanda el destino –ese invento de los dioses griegos–y hasta se atreve a enderezar nuestro derrotero.

Su memoria proustiana nos enseña el despertar de los sentidos, sobremanera los del corazón y el sueño despierto.Y si ese pueblo de la infancia regala el aire y el día al nacimiento de un artista, su alianza con él empieza apenas lo sorprende la sensibilidad.

La Candelaria, el villorrio del yermo caroreño, la aldea asentada en suelo seco y espinoso, es el aliado fervoroso del gran maestro de la guitarra que es Alirio Díaz. En él nació y a él regresa puntualmente para abrazar su ardimiento, su cielo siempre desnudo, su delgada sombra y para intimar con la nostalgia acodada a las grietas de los barrancos, asomada a las ventanas y las oquedades, presentida en la tenaz resolana de su suelo, invisible, pero viva, viva siempre.

Allá, a la vera del rastro que merodea entre ramajes y espinos, continúa aún sembrada la casa de su origen humano y su elevación espiritual. En ella persiste sin mácula alguna la memoria de los suyos y de los seres que dieron perfil a su conducta de hombre y de artista.El soleado y árido poblado de La Otra Banda, que asoma sus techumbres de jacho y teja sobre el vasto paisaje ocre del aledaño caroreño, crió el maravillamiento del niño que fue Alirio Díaz ante el canto del ave que imitaba su gorjeo y su silbido en los dedos del trovador, en la boca que decía la endecha y la dicha, en la loa cantada durante la celebración de los santos que gobiernan el agua y el verdor y aseguran el viaje al cielo, la queja del amor, el quién sabe cuándo y el adiós.

De esos despertares a la vida y al destino trata Al divisar el humo de la aldea nativa (Monte Ávila Editores, 2004) una escritura magnífica en la que hallamos el raro y poco ejercitado don de la sencillez, la claridad expresiva, el sentimiento como estilo literario. Su autor no persiguió otra finalidad al escribir esas remembranzas que no fuera la de tornar (durante su larga y fructuosa vida no se ha distraído de hacerlo) hacia el espacio lárico donde tuvo su primera y definitiva amistad con la música y con la cultura en medio de la escasez y la privación, de las cuales la misma tierra era su figura emblemática.

Fue allá, en la casa paterna, en el vecindario, entre los familiares y los amigos, en ese mundo de arcilla y punzas, donde nuestro Alirio Díaz conoció, como si un milagro hubiera intervenido para corregir la pobrecía del desierto, la escuela pródiga en enseñanza de la música y de la lectura. En el paisaje espinoso y enjuto de la Candelaria de su amor, cuya sola rosa bastaba para prodigar perdurable exuberancia, un libro íngrimo regalaba toda la sabiduría y la guitarra rústica pulsaba una melodía inolvidable; en su ardido suelo y en su delgada sombra, Alirio Díaz conoció el deleite de la cultura y su pasión por la confidencia del instrumento órfico que hoy lo nombra entre sus más conspicuos virtuosos y la pluma horaciana entre los escribas de la ternura.

País de pastores de cabras, labriegos, arrieros, artesanos, pulperos y maestros de escuela, La Candelaria despertó en sus pobladores la inteligencia con lo sensible y el saber: tales lugareños, los del menester sencillo (los abuelos, los padres, los hermanos y los íntimos seres del afecto) se dieron a abrevar en libros que les ofrecía un oasis con qué saciar la otra sed, la del espíritu, el cual desmentía la desnudez del anaquel y la repisa donde vivían en estrecha compañía con los alimentos y los santos del cielo las empolvadas lecturas de los cuentos, la historia, la poesía, las revistas y las hojas de El Diario de Carora, ese invento memorable de mi abuelo José Herrera Oropeza y Chío Zubillaga.

En esas magras bibliotecas se formarían los humanistas rurales (rurales digo, como lo fueron los que hicieron posible la cultura universal) ; maestros en aula de intemperie, guarecida por el techo de astillas y el ramaje del cují y no muy lejos de la espina continua. Fueron ellos, los esopos, los sócrates, los orfeos candelarieros quienes le revelaron a los niños y adolescentes del pueblo la vastedad que ocultaba la palabra y la música. Uno de ellos se llamó Alirio Díaz. Alguna vez hizo sentir su primera guitarra, sin suponer siquiera que con sus cuerdas pulsaba ya la melodía de su destino, su futuro nombramiento de virtuoso universal del instrumento de los dioses poetas.

Al divisar el humo de la aldea nativa
nos permite conocer no sólo la infancia y el porvenir de un gran artista, también la educación de sus virtudes, su largueza humana y su fervor por la aldea, que fuera su verdadero maestro de música, su libro, su escritura, su tierra de promisión, a la que vuelve puntualmente para abrazarla y estarse en ella, renovando el amor que le profesa apenas silba el pájaro, se apena la tórtola y clama la cabra y suspira el cují y pasa la nube por el cielo purísimo, siempre de viaje, a prometer la lluvia más allá de su dolida sequía. Es allí donde Alirio Díaz tiene alianza primordial con un país único y donde se halla el lugar y el universo sin fronteras, indistintos.


(Luis Alberto Crespo, El Nacional, 27 Diciembre 2004)

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