Notebook

"The nourishing fruit of the historically understood contains time as a precious but tasteless seed." (Walter Benjamin)

Oct 4, 2005

 
La traducción es el agua de mi tercera sed


Alfredo Silva Estrada

Papel Literario
El Nacional
1 Octubre 2005


Paul Valéry, con un espíritu que podría parecer un tanto masoquista —él que amaba la dificultad y los obstáculos y que a menudo sabía vencerlos muy airosamente— se complacía en recordar aquella consideración de Mallarmé que lamentaba en la lengua francesa lo que era para él la terrible incoincidencia entre la apariencia sensible de los vocablos, su repercusión sensitiva e imaginaria en nosotros y lo que esos vocablos significan estrictamente. El poeta sufre por la falta de coincidencia, la falta de correspondencia, la asimetría entre lo que Valéry llamará sonido y sentido, es decir, entre significante y significado, entre las cualidades sensibles de la palabra y lo que ella significa. Le molestaba a Stéphane Mallarmé, por ejemplo, que en francés las palabras día y noche (jour et nuit) tuvieran para sus oídos una sonoridad que en su sensibilidad y su imaginación repercutía exactamente de manera contraria a su significado.

Jour (día) sonido oscuro como la oscuridad de su vocal y nuit (noche) un sonido brillante, vertical, claro.

El esfuerzo del poeta consistirá entonces, por así decirlo —y en esto, coinciden las consideraciones estéticas de Paul Valéry y de Jean-Paul Sartre acerca de las diferencias entre prosa y poesía, y también las de Octavio Paz en El arco y la lira que, a decir verdad, casi repite y comenta indirectamente los estudios de los dos autores citados: Valéry y Sartre—, el esfuerzo del poeta, insito, consistirá en crear, como en un acto de magia o de artificio, mediante el poder encantatorio del verbo poético, mediante la fusión de ritmo e imagen, esa coincidencia o esa ilusión de coincidencia, entre sonido y sentido, significante y significado, voz y pensamiento.

Esta condición de poeta —escribía Valéry— (es decir, crear la ilusión de coincidencia entre el aspecto sensible y la significación de la palabra), parece exigir lo imposible...

No hay ninguna relación entre el sonido y el sentido de la palabra... Sin contar con las distancias y las diferencias de una lengua a otra. La misma cosa se llama horse en inglés, ippos en griego, equus en latín, cheval en francés.

Caballo en español, pero ninguna operación sobre ninguno de estos términos me dará la idea del animal en cuestión; y, a la inversa, ninguna operación sobre esta idea me entregará ninguna de estas palabras... Y, no obstante —prosigue Valéry—, el trabajo del poeta es darnos la sensación de esa unión íntima entre la palabra y el espíritu, entre el sonido y el sentido...

El poeta, según Valéry, tiene que enfrentarse con el único instrumento que le es dado de antemano: el lenguaje tal como se le entrega y circula en su función utilitaria, en nuestra prosa de todos los días, precisa o confusa: el lenguaje medio dirigido a un fin concreto, o el lenguaje banal de lo cotidiano trocado en lo absurdo, tal como lo ridiculiza genialmente Eugène Ionesco: Para Valéry: un material mancillado, manoseado, como un billete sucio que ha pasado de mano en mano.

“Un montón de trapos viejos —dirá Francis Ponge en Razones para escribir— que, de tan sucios, no se pueden agarrar ni con pinzas, he aquí lo que se nos da a remover, a sacudir, a cambiar de sitio.” En ese cambiar de sitio se efectúa el acto de la transmutación poética: el paso decidido y decisivo de un orden a otro orden. En ese nuevo orden que es el poema ya no hay —o ya no debería haber— dicotomía entre sonido y sentido, entre significante y significado, y, ni mucho menos, entre las categorías, por demás caducas, de forma y contenido.

Si el acto poético es un cambiar de sitio, un paso de un orden a otro orden que suponía el desafío a una coincidencia en principio imposible entre los vocablos y su significación, la traducción poética también lo es con una dificultad y una exigencia llevadas a cabo a otro plano.

Cuando el poeta comienza a escribir un poema parte de algo inexistente, de algo que todavía no es, que no está nominado: vacío impulsor, cúmulo confuso de experiencias que no bastan para constituir un cuerpo verbal, incompletud, carencia, en fin, quién sabe, ni el mismo poeta lo sabe. Si lo supiera plenamente, no sentiría la necesidad imperiosa de escribir su poema, de arrojarse a la sorpresa del poema que completará fugazmente su existencia.

Cuando un poeta enfrenta la traducción de un texto poético, sucede algo muy diferente: parte de algo ya dado, de esos datos ya existentes que él debe trasponer en una expansión respetuosa del sentido y de los contenidos sensibles y significantes que se le proponen.

Encarar la traducción en toda su dificultad (que se confunde con el goce), como una tarea en principio imposible es el punto de partida, el desafío que nos hemos planteado en los talleres de traducción que han estado bajo mi coordinación. Hacer que este imposible se torne posible a través de una práctica compartida. A mi manera de ver, no hay teoría previa en el ejercicio de la traducción poética. Afirma el poeta francés meridional Pierre Torreilles —afirmación con la cual me identifico plenamente— que la poesía es, ante todo una práctica. Práctica que, curiosa y contradictoriamente, no está dirigida al mundo práctico y utilitario ni tampoco a los intereses del sentido común. La poesía, pues, en todas sus manifestaciones, es ante todo una práctica.

“El poeta practica —escribe Pierre Torreilles en Práctica de la poesía— esto quiere decir que el poema se fabrica a partir de un material banal, el vocabulario, a partir de leyes comunes, la síntesis, la puntuación...


(Habría que añadir, contrariando un poco a Torreilles, que semejante práctica incluye también, muy necesariamente, la trasgresión, el irrespeto, la violación a esas leyes comunes: sintaxis, puntuación, comportamientos convencionales, generalmente aceptados).

Un ejemplo de algún principio teórico que he sacado de mi experiencia de traductor, sería la obediencia al sentido de cada vocablo y al sentido total del poema. No sacrificar jamás el sentido del poema a una supuesta belleza, a una caprichosa eufonía.

Cuando es el caso de traducir un poema rimado, esquivo la rima en favor del sentido. Tratando, claro está, de mantenerme fiel, hasta donde sea posible, a los rasgos fisonómicos que el texto me propone.

Partiendo de mi experiencia de traductor y apoyándome en ella, concibo los talleres de traducción poética —y esto parece casi redundante— como una experiencia compartida: fundamentalmente práctica, insisto, e inevitablemente reflexiva por los problemas que, sin duda, nos plantea en cada caso, en cada paso. Una experiencia compartida que nos permite internarnos en la complejidad y riqueza (placer y dificultad / dificultad y placer) de ese acto indiscutiblemente creador que es la traducción de un poema.

Cuando concluí mi versión de Le parti pris des choses, de Ponge, anoté a manera de postfacio: traducir poesía es realizar, cuando no un mero acto fallido, un acto de equilibrio inestable (imposible) entre dos imposibles: literalidad y fiel correspondencia, tensas y en vilo por apego y respeto al texto original. Pero de esta relación, de esta tensión entre dos términos ideales no resulta un tercer imposible sino un segundo cuerpo cuya realidad tiene sentido por aproximación a ese primer cuerpo irremplazable que es el original mismo. Entonces, traducir poesía es aproximarse, aceptar el reto (relever le défi, locución grata a Ponge), y aceptarlo a sabiendas de que, por mucho que tengamos presente aquel escrúpulo del que hablaba Simone Weil, “el escrúpulo religioso de no agregar nada,” habremos de agregar, a pesar nuestro, precisa y paradójicamente por apego y el respeto al texto original, y habremos de aceptar la porción intraducible, irreductible, no con fácil resignación sino con el esfuerzo de extremar nuestra vigilancia sobre la tensión de ese equilibrio inalcanzable entre literalidad y fiel correspondencia y, a la vez, entre ese primer cuerpo que va a suscitar un segundo cuerpo por aproximación.

Sabemos que, así como sería preciso considerar, en los mejores casos, según Ponge, “una retórica por poema,” sería preciso inventar, o descubrir, una dialéctica y una técnica por traducción: porque el cuerpo primero, el texto original, suscita a su manera sus relaciones peculiares, sus exigencias, sus equilibrios o desniveles especiales.

Y el placer de traducir se combina cada vez de manera diferente con la dificultad de traducir. Técnica y dialéctica nuevas las busco en cada una de mis versiones, especialmente en las más extensas y laboriosas: cada una me ha reclamado, desde el silencio múltiple del texto original, dialéctica y técnicas inexploradas.

¿Qué otra universalidad puede alcanzar la poesía sino a partir del arraigo y del proceso de excavación —a menudo evolución, subversión, refrescamiento— en la parcela de cada idioma? Es posible trasladar la secreción, la concreción particular de cada poema a la parcela de nuestro idioma. Pero sí es posible, mediante un acto de apasionada y vigilante aproximación (adaptación, dice Vahé Godel), crear un cuerpo verbal que se justifique por la fidelidad a la fuerza nominativa que anima el texto original.

“Uno se consagra a los otros para conocerse mejor a sí mismo,” ha escrito alguna vez mi amigo el poeta suizo Vahé Godel, traductor del armenio al francés. Aunque puede haber mucho de verdad en esa afirmación confieso que nunca, al menos de manera consciente, me he regido exclusivamente por ese designio. Pero no hay duda de que en cada traducción, inevitablemente, uno hasta cierto punto se proyecta, y encuentra algo de sí mismo, una afinidad parcial, misteriosa, que no se había sentido al comienzo del trabajo. Quiero añadir que no sólo traduzco poetas que me son marcadamente afines, sino también aquellos cuya palpitación extraña, muy diferente a la mía, muy distante, me capta desde la primera lectura. Traduzco (prefiero decir: vierto) como por una fatalidad, una pasión, y una insaciable curiosidad de mi espíritu, y una necesidad de darme a los otros, de abrir mis fronteras.

El proceso de verter un poema de una lengua a otra, es para mí una internación que me gustaría comentar repitiendo unas palabras de Vahé Godel, porque las siento profundamente hermanadas a mis propias vivencias de traductor: “Traducir, dejarse atravesar. O, más simplemente, leer, recorrer un espacio, explorar un subsuelo, penetrar en el campo del poema: refugiarse en el canto del otro: consumirse, cambiar de piel, en el corazón de una palabra bárbara.”

“La poesía es natural. Es el agua de mi segunda sed,” escribe André Chedid en Tierra y poesía. Traducir se ha transformado para mí en una segunda naturaleza que no oprime ni ahoga a la primera: es el agua de mi tercera sed.

Esa sed nunca saciada tiene un origen muy preciso y, para mí, muy significativo.

Adolescente, en Roma, cayó en mis manos un ejemplar de Las iluminaciones de Rimbaud, traducidas al italiano por Mario Matucci, un librito bilingüe que todavía conservo. Leerlo fue una toma de conciencia, una revelación de que la poesía no podía una simple efusión sentimental, como la que estallaba en mis primeros poemas.

Iba de una página a otra de Las iluminaciones con un vértigo que me deslumbraba y a la vez me despejaba interiormente.

Aquella lectura de Rimbaud a través de una traducción, como ya lo he expresado, dio un vuelco a mi visión de la poesía e hizo cambiar el rumbo de mi escritura.

El trabajo en colaboración de dos poetas cercanos es circunstancia privilegiada en este dominio de la traducción. Por ejemplo, al traducir a Fernand Verhesen, he seguido con mayor experiencia un procedimiento parecido al que comencé a aplicar casi ingenuamente en mi labor con Uffe Harder.

La traducción de los poemas de Verhesen me ha reservado sorpresas muy gratas.

Cuando traducía Franchir la nuit (en prosa en el original) sentía que en mi versión iba latiendo un ritmo en verso que se me imponía, que no pude eludir. Quedó así, con el asentimiento y también con el asombro del autor: Franquear la noche, en versos libres.

Lo más curioso fue que Verhesen, sin que yo lo supiera e ignorando él aún mi versión abusiva de Franchir la nuit que estaba en proceso, regresaba entonces como requerimiento de la evolución de su escritura, al poema en verso.

Dije que traducir poesía se ha transformado para mí en una segunda naturaleza.

Al traducir, doy suma importancia al ritmo.

Traduzco a menudo en alta voz, para que el oído se satisfaga. Me gusta que mi versión quede como escrita directamente en español, sin artificios y sin que se note el esfuerzo.

Homenajes, sin duda, destinado al oyente, me ayudó a afinar esta exigencia auditiva.

Al traducir el
Mediterráneo de Montale, le pedí a mi versión que en ella se escuchase la aspereza esencial, el rodar crepitante de los guijarros carcomidos por la salmuera que resuenan en el poema original.

La importancia que doy a la estructura rítmica, me parece que quedó especialmente evidenciada en mi versión de La Joven Parca de Paul Valéry, donde, teniendo constantemente en cuenta su concepción acerca del sonido y el sentido inextricables en todo auténtico poema, osé la aventura, en principio imposible: verter en versos de extensiones muy libres los alejandrinos del original, porque sucesivos intentos me convencieron de que sólo así: sin empeñarme en una rima y una métrica estrictas que habrían resultado, sin duda, forzadas; pero siempre en obediencia a la aspiración de cierto ritmo hacia el nuevo cuerpo verbal, podría acercarme —con sostenido fervor y aunque fuese a través de inevitables distancias— al sentido universal del poema.

Traducir poemas rimados es, en cierto modo, a mi juicio y sentir -y precisamente por respeto al sentido -, esquivar la rima y el metro del texto original.

Hay que decir lo que el poeta dice, respetar su pensamiento y sus imágenes, pero en una estructura nueva y balanceada, una emanación fluyente que cante y recree, sin traicionar. Las traducciones rimadas de poemas rimados, que tanto abundan y que tanto daño hacen, me parecen aberrantes y atentatorias porque desvirtúan lo que está dicho en el original.

Los poemas en verso breve y rimado (pienso, por ejemplo, en Chanson del plus haute tour, L’ Eternité, Age d’ or de Rimbaud) y los que tienen exceso de juego de palabras -o donde el juego de palabras es medular y totalizador- son los que, a mi manera de ver, presentan mayor dificultad para la traducción. En el primer caso, porque la brevedad rigurosa de la forma obstaculiza el hallazgo de otra similar en español que no rompa lo que el poema dice eufónicamente. Y en el segundo, porque las equivalencias son muchas veces, en verdad, díscolas o inexistentes.

Yves Bonnefoy en Rimbaud por sí mismo nos propone escuchar con vehemencia otra vez a Rimbaud. En la elaboración de mi Antología de Pierre Reverdy, la petición de Bonnefoy no cesaba de alcanzarme como un eco. Y se transformaba en lo que yo me repetía, convencido: traducir es, ante todo, escuchar, esforzarse con pasión en escuchar al poeta. Escuchar a Reverdy —escribo en El artesano del silencio— es permitir que él nos hable al oído: “Escucha —nos susurra en Mi libro de a bordo— yo te hablo a ti, al oído. ¿Dónde estás tú, tú que eres el único capaz de escucharme, de entenderme?” Mas, ¿quién habla en los poemas de Reverdy? ¿Quién es ese sujeto que se esconde en el yo, en el uno, en cualquiera, en alguien, en alguno, en nosotros, para ser todos o ninguno? Es este sujeto huraño a quien es preciso escuchar para poder verter, con desvelo y devoción, una de las escrituras poéticas más complejas, fundamentadas (y fundamentales) de nuestro tiempo, proyectada a la luz del presente en el renuevo inagotable de sus recurrencias, sus situaciones y hasta sus obsesiones más íntimas en un dinamismo abierto e infinito.

Traducir: internarse, escuchar íntimamente, ser uno con el otro, para exteriorizar y delimitar una confluencia que demostrará en cada nueva lectura la esencia universal de la poesía.


(Alfredo Silva Estrada, El Nacional, 1 Octubre 2005)

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