"The nourishing fruit of the historically understood contains time as a precious but tasteless seed." (Walter Benjamin)
Misterio y oficio de Salvador GarmendiaIbsen Martínez
El Nacional14 Febrero 2005
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“A cada hombre bastan su misterio y un oficio”, dejó dicho Chesterton en un verso que no creo famoso. A Salvador Garmendia me acercó en un principio, no su literatura, sino el haber compartido durante mucho tiempo con él un oficio del siglo XIX.
Porque fue a fines del XIX, todavía bajo dominio colonial español, con el llamado “tiempo España”, cuando los incipientes gremios de la industria del cigarro habano lograron una llamativa reivindicación para sus miles de afiliados de ambos sexos: el “lector de tabaco”. Se llamó así en Cuba al trabajador capaz de leer y quien, durante las largas horas de tediosa manufactura de los habanos, ocupaba un estrado en la factoría.
Desde allí leía novelas por entregas a sus compañeros de trabajo.
Casi todas eran obras del realismo social europeo, traducidas al español: Los Miserables, de Víctor Hugo, por ejemplo, o Los Misterios de París, de Eugene Sue, así como las novelas de Balzac, Dickens y Alejandro Dumas, padre e hijo. Según los entendidos, fue así cómo se forjó un gusto colectivo por las novelas por entregas. El énfasis en un narrador —esto es, en una declamatoria voz masculina— y en el melodrama por entregas definió la forma y contenidos de este género radiofónico que muy pronto cundió en el resto de América Latina. Era sólo cuestión de tiempo que la “radionovela” se llenase de imágenes con la llegada de la televisión.
Comencé a trabajar como libretista de televisión bajo el feudal régimen del maestro y los aprendices. El día en que, a mediados de los años 70, llegué a la “zona del canal” —como el inolvidable César Enríquez dio en llamar a ese distrito imaginario, hecho de 10 ó 12 manzanas caraqueñas cuyo centro era la estación televisora del canal 2, sita entre las esquinas Bárcenas a Río—, los maestros se llamaban José Ignacio Cabrujas y Salvador Garmendia.
Garmendia y quien firma este suelto llegamos, en más de una ocasión, a sentarnos lado a lado en el mismo banco de galeotes; muchas veces compartimos la misma “ergástula”, como él llamaba a nuestras oficinas.
Fue a Garmendia a quien escuché referirse a un viejo escritor de libretos de telenovela cuyas facciones aindiadas le allegaban un notable parecido a una deidad incaica, y llamarlo “la llama cuzqueña”, no porque nuestro colega mostrase algún flamígero talento imaginativo o literario sino porque el pobre era ni más ni menos que una bestia de carga de la palabra escrita al servicio de Radio Caracas Televisión, un estajanovista del libreto, alguien que bajaba diariamente al socavón del espectáculo radioelétrico a escribir 35 ó 40 cuartillas diarias de culebrón y asegurar así el futuro de los hijos y nietos de Marcel Granier y de Peter Bottome. “Igual que nosotros”, redondeaba Garmendia, con lúcida conciencia irónica de sí mismo y de su (de nuestro) lugar en aquel mundo de embelecos radioeléctricos.
En más de una ocasión le escuché contar cómo, siendo adolescente aún, informó a su hermano mayor del designio que abrigaba de abandonar su Tocuyo natal para tentar suerte como escritor en Caracas. Su hermano mayor, que en el relato oral de Garmendia obraba como una figura tutelar, no se opuso a la voluntad del joven.
Según recuerdo el episodio narrado con jocosa facundia por Salvador, su hermano no dudaba ni de sus talentos ni de su inconmovible voluntad de hacerse escritor. Por eso tan sólo le dijo: “Usted traerá gloria a su casa, hermano, mas no pan”. Y así fue, sentenciaba Garmendia, sin desengaño alguno en la voz.
Decía, pues, que durante largo tiempo tuvimos el mismo oficio. En las pausas para almorzar, o en la antesala de alguna reunión con algún estulto e ignorantón gerente general, nos chanceábamos sobre oficio tan mezquino como el que nos había tocado en suerte, en faena tan infernal como puede ser escribir para la televisión.
Hoy miro hacia atrás y me apena no poder decir, como se estila en estos casos —y cómo me gustaría—, que Salvador Garmendia y yo, que tan cotidianamente coincidimos en el mundo del trabajo, no alcanzamos a hacer cabalmente eso que suele llamarse una amistad. La culpa de ello —por omisión constante— fue toda mía. No sé cómo me las arreglé para desperdiciar la ocasión de hacerme de un amigo como Garmendia, pero así son las cosas. Como todo llega en esta vida, llegó el tiempo en que ya ni él ni yo volvimos a pisar un canal de televisión y así, por mucho tiempo, no volvimos a vernos de nuevo.
Pero de aquella frecuentación digamos laboral, propiciada por el oficio común, me quedó el recuerdo de una experiencia invariablemente inquietante: la que deparaba Garmendia al leer de viva voz las sinopsis de las historias que, cada cierto tiempo, se imponía proponerle al sanedrín de ejecutivos de programación y mercadeo, presidido por estulto e ignorantón gerente general.
Si alguna vez fue cierto eso de que la ética de un escritor lo obliga primordialmente con el lenguaje, fue en aquellas sesiones, sin público académico, que Garmendia dejó lección de ello.
Eran textos de intención muy funcional, como ya he dicho, de propósitos apenas preliminares a la producción de una serie dramatizada. Pero, a pesar de ello, el “misterio” de su escritura obraba, irresistible, clavándonos al asiento, absortos todos en su magia de narrador insuperable.
Del misterio de su escritura y de las que podrían ser sus claves nos habla Alberto Barrera Tyszka con amoroso tino en un emotivo prólogo a El regreso, notabilísima selección de relatos de Salvador Garmendia que ayer domingo lazó al mercado la editorial de la Fundación Bigott.
“Ya hace años —observa el prologuista— (...), Ángel Rama anotó que sus libros daban las impresión de no haber sido ‘planificados’, que parecían haberse ido ‘construyendo por sí solos, como, desatendidos organismos vivientes, gracias a sucesivas aportaciones que un día se arquitecturan casi por sí mismas también y sorprenden al autor con un libro completo”. Esas mismas palabras, sugiere Barrera Tyszka, describen lo que puede ser la lectura de cada uno de estos cuentos.
Pero yo quisiera que volviéramos, no al misterio, sino al oficio de Garmendia. Hace pocos años, una publicación académica del IESA dio a la luz pública un enjundioso trabajo que abordaba el tema de la telenovela en tanto que rubro de exportación no tradicional, manufacturado por completo en Venezuela, sin subsidios estatales, ni barreras arancelarias que lo protegieran artificialmente, ni especiales incentivos fiscales.
El trabajo destacaba las ventajas comparativas y competitivas que, en punto a telenovelas, mostraba la Venezuela de los 70 y primeros años 80 que, por entonces, aseguraban un mercado singularmente apetitoso: el del entretenimiento radioeléctrico, justo en el umbral de la era del cable, innovación del mercado que expandió la demanda de material televisivo.
Algunas de esas ventajas radicaban en el hecho de que la telenovela incorpora tecnología de muy bajo nivel, de que la duración promedio de la misma —no menos de 150 horas— ofrecía a los canales compradores de América Latina, Indonesia, Filipinas, el mundo árabe, la antigua Unión Soviética y las naciones de Europa oriental que descubrieron y consumen telenovelas latinoamericanas, invalorables posibilidades de programación que desfavorecían a las costosas series enlatadas gringas y europeas, usualmente hechas de apenas 13, 26, o cuando mucho 39 o 42 episodios por temporada. En especial se hacía referencia en aquel trabajo al capital humano que distinguía a Venezuela en aquellos años: un recurso artístico, técnico y ejecutivo de larga experiencia, que en muchos casos se remontaba a los tempranos años 50 . En resumen, un notable caso de estudio que sugería enormes posibilidades futuras.
Lamentablemente, el trabajo aludido no mencionaba una descomunal “ventaja comparativa” : los canales de televisión venezolanos, productores casi todos ellos de telenovelas, no pagan derechos de autor a sus libretistas. Esto equivale moralmente a la pequeña “ventaja comparativa” que tenían los plantadores de café brasileños cotejados con los de Colombia, Venezuela y Centroamérica durante los años que van de 1830 a 1914, ventaja que se desprendía de que la trata de esclavos no cesó en Brasil hasta la década de 1880.
En una de sus últimas crónicas de prensa, publicada en El Nacional el 23 de octubre de 2000, un impecune pero siempre lleno de humor Salvador Garmendia escribió:
“La denuncia del despojo de que son víctimas los escritores de la televisión venezolana, al serles arrebatado el derecho de autor, no necesita de muchas palabras.
Será suficiente con dar a la publicidad un modelo de contrato de los que se aplican inveteradamente en los canales. A cambio de un salario, la empresa pasa a ser dueña absoluta de los derechos autorales de una obra, por tiempo ilimitado, en cualquier idioma en que se ofrezca, más allá de la desaparición física de su autor, por cualquiera de los medios de reproducción y divulgación existentes o los que se inventen en el futuro. A cambio de este despojo demencial y pirático, aparte de su participación fija en la nómina, no recibirá absolutamente nada”.
(Ibsen Martínez,
El Nacional, 14 Febrero 2005)