"The nourishing fruit of the historically understood contains time as a precious but tasteless seed." (Walter Benjamin)
Primavera en JevaniRoque Dalton
Colores andróginos, una verdadera Patagonia de colores, acechantes, anfitriones de la duda, impermeables a la mayor voracidad, organizadamente salvajes, manducables como una neo-sinfonía japonesa escuchada junto al sol que te ha despertado de la más larga noche de amor.
Los pajarillos no temen de Oswaldo Barreto ni de mí, posiblemente nos confunden con dos obreros de la fábrica de embutidos de Praga. Por el contrario, silban sobre nuestras cabezas valses para banda municipal y nos hacen avergonzarnos (vergonzosa vergüenza) de los gritos de nuestras urracas y de nuestros querques, de la chachalaquería de las bandadas de pericos, de la pescozada sonora del azacuán herido en tiempos de frío.
“A las seis de la mañana no va bien la cerveza”—nos dice Ingra al traer los tarros humosos. Es pues, éste, un peligroso lugar. Como para decir, a la hora del crepúsculo (aunque es demasiado temprano para pensar en él, aún estimando todas las cautelas) : “La vida, en general, ha sido bella.” Precisamente ayer, después de discutir sobre la excesiva carga sexual de la literatura moderna, visitamos una granja de cerdos. Veterinarios con gabachas blancas examinaban a los gigantescos animales rosados con estestocopios respetables, a la vez que conmovedores, mientras demandaban de nosotros que no hablásemos en voz alta. Antes de entrar nos habían cubierto el rostro con bozales de gasa para evitar que nuestros microbios personales quedasen en la pulcra barraca. Se nos informó que el lugar estaba alejado incluso de las carreteras y las vías del ferrocarril, pues todo ruido extraño asusta infinitamente a los cerdos, los hace perder peso y puede matarlos del corazón. Nunca vi cerdos con más aspecto de hijos de puta que éstos. Son jamones vivientes, con horribles venitas azules por todos lados, insolentes, idénticos a Monseñor Francisco Castro Ramírez, un exageradamente soberbio obispo del Oriente de mi país. Oswaldo Barreto, de pronto y sin advertírmelo, emitió el más agudo alarido que recuerdo haber oído en los últimos cinco años. El desconcierto cundió—como diría un novelista hondureño—, sobre todo porque los cerdos comenzaron a mostrar síntomas de angustia que pronto se transformaron en una especie de ataque de asma colectivo. Los veterinarios corrían espantados de aquí para allá y nuestro guía, absolutamente furioso y temblón, le dijo a Oswaldo: “La regla aquí es el silencio.” “Yo suelo gritar—contestó éste—, soy venezolano.” “Al país que fueres, haz lo que vieres”—citó, popular, pero no menos tensamente, el guía. “Cuando ustedes llegan a Venezuela no los obligamos a gritar”—sentenció Barreto imperturbable, antes de que yo lo sacara, casi a empujones, del lugar. Casi vomité de la risa. Como cuando vi aquel rótulo en una calle de Santiago de Chile: “Zorobabel, Galeno, Sastre.” Aunque ahora no recuerdo ya, no comprendo, lo que el letrero tenía de gracioso. Oswaldo pagó, no obstante, su delito: anoche soñó que lo habían vuelto hacia atrás en sus estudios y se encontraba en Cuarto Año de Secundaria, iniciando un examen final de trigonometría, sin saber ni siquiera pronunciar la palabra cateto. Despertó sudando en plena madrugada y me ha despertado también para pasear un poco y buscar cerveza.
Ha sido entonces que decidí hablar sobre la primavera.
Época del año en que florecen hasta los futbolistas, como todo el mundo sabe.
Y que en Checoslovaquia se transforma en una orden edilicia para bañarse entre las truchas o buscar hongos y muchachas desnudas bajo el sol que los pinos del bosque dejan bajar al suelo.
Mañana volveremos a Praga con la cara quemada por ese sol.
Oswaldo Barreto y yo deberemos salir de estos lugares lo más pronto posible, so pena de ponernos a tener hijos rubios con Zdenas y Janas, y engordar a fuerza de grandes filetes y algodonosos melocotones y fresas con crema, hasta olvidar que alguien está muriendo mal en nuestra vieja casa y ha preguntado por nosotros con perentoriedad.
¡Viva, esta primavera, sin embargo!
(Roque Dalton,
Taberna y otros lugares, 1969)