Notebook

"The nourishing fruit of the historically understood contains time as a precious but tasteless seed." (Walter Benjamin)

Jul 16, 2005

 
Primavera en Jevani
Roque Dalton


Colores andróginos, una verdadera Patagonia de colores, acechantes, anfitriones de la duda, impermeables a la mayor voracidad, organizadamente salvajes, manducables como una neo-sinfonía japonesa escuchada junto al sol que te ha despertado de la más larga noche de amor.

Los pajarillos no temen de Oswaldo Barreto ni de mí, posiblemente nos confunden con dos obreros de la fábrica de embutidos de Praga. Por el contrario, silban sobre nuestras cabezas valses para banda municipal y nos hacen avergonzarnos (vergonzosa vergüenza) de los gritos de nuestras urracas y de nuestros querques, de la chachala­quería de las bandadas de pericos, de la pescozada sonora del azacuán herido en tiempos de frío.

“A las seis de la mañana no va bien la cerveza”—nos dice Ingra al traer los tarros humosos. Es pues, éste, un peligroso lugar. Como para decir, a la hora del crepúsculo (aunque es demasiado temprano para pensar en él, aún estimando todas las cautelas) : “La vida, en general, ha sido bella.” Precisamente ayer, después de discutir so­bre la excesiva carga sexual de la literatura mo­derna, visitamos una granja de cerdos. Veterinarios con gabachas blancas examinaban a los gigantescos animales rosados con estestocopios respe­tables, a la vez que conmovedores, mientras de­mandaban de nosotros que no hablásemos en voz alta. Antes de entrar nos habían cubierto el rostro con bozales de gasa para evitar que nues­tros microbios personales quedasen en la pulcra barraca. Se nos informó que el lugar estaba ale­jado incluso de las carreteras y las vías del ferro­carril, pues todo ruido extraño asusta infinitamente a los cerdos, los hace perder peso y puede matar­los del corazón. Nunca vi cerdos con más aspecto de hijos de puta que éstos. Son jamones vivien­tes, con horribles venitas azules por todos lados, insolentes, idénticos a Monseñor Francisco Castro Ramírez, un exageradamente soberbio obispo del Oriente de mi país. Oswaldo Barreto, de pronto y sin advertírmelo, emitió el más agudo alarido que recuerdo haber oído en los últimos cinco años. El desconcierto cundió—como diría un novelista hondureño—, sobre todo porque los cerdos comenzaron a mostrar síntomas de angustia que pronto se transformaron en una especie de ataque de asma colectivo. Los veterinarios corrían espanta­dos de aquí para allá y nuestro guía, absoluta­mente furioso y temblón, le dijo a Oswaldo: “La regla aquí es el silencio.” “Yo suelo gritar—con­testó éste—, soy venezolano.” “Al país que fueres, haz lo que vieres”—citó, popular, pero no menos tensamente, el guía. “Cuando ustedes llegan a Venezuela no los obligamos a gritar”—sentenció Barreto imperturbable, antes de que yo lo sacara, casi a empujones, del lugar. Casi vomité de la risa. Como cuando vi aquel rótulo en una calle de Santiago de Chile: “Zorobabel, Galeno, Sastre.” Aunque ahora no recuerdo ya, no compren­do, lo que el letrero tenía de gracioso. Oswaldo pagó, no obstante, su delito: anoche soñó que lo habían vuelto hacia atrás en sus estudios y se en­contraba en Cuarto Año de Secundaria, iniciando un examen final de trigonometría, sin saber ni siquiera pronunciar la palabra cateto. Despertó su­dando en plena madrugada y me ha despertado también para pasear un poco y buscar cerveza.

Ha sido entonces que decidí hablar sobre la pri­mavera.

Época del año en que florecen hasta los futbo­listas, como todo el mundo sabe.

Y que en Checoslovaquia se transforma en una orden edilicia para bañarse entre las truchas o buscar hongos y muchachas desnudas bajo el sol que los pinos del bosque dejan bajar al suelo.

Mañana volveremos a Praga con la cara que­mada por ese sol.

Oswaldo Barreto y yo deberemos salir de estos lugares lo más pronto posible, so pena de poner­nos a tener hijos rubios con Zdenas y Janas, y engordar a fuerza de grandes filetes y algodo­nosos melocotones y fresas con crema, hasta ol­vidar que alguien está muriendo mal en nuestra vieja casa y ha preguntado por nosotros con pe­rentoriedad.

¡Viva, esta primavera, sin embargo!


(Roque Dalton, Taberna y otros lugares, 1969)

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